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La cartagenera Leonor Espinosa acaba de convertirse en la mejor chef mujer del planeta. Le acaban de otorgar el premio los cientos de votantes de la lista de Los 50 Mejores Restaurantes del Mundo -’50 Best’-,que visitan constantemente las mesas más creativas y vanguardistas de los cinco continentes.


Su nombramiento se da como antesala a la revelación del listado de este año y lo recibirá en persona en la ceremonia de gala, el próximo 18 de julio en Londres.


Al enterarse del premio, días antes de que fuera oficial, la chef de llamativo pelo rojo, de 59 años, de marcado acento cartagenero, no sabía si reír o llorar. No era para menos. El premio le confirmaba que había tenido razón en las decisiones que tomó en la vida.


Leonor Espinosa primero fue artista plástica; después fue publicista, pero dejó el frenesí y la vida de las agencias con la prisa de quien no quiere pasarse la existencia pensando en presupuestos y cumpliendo horarios de oficina. Ella ya sabía que su camino era creativo y vio en la cocina el arte con el que decidió expresarse. Antes de abrir Leo, fundado en el 2005 –y que durante años fue conocido como Leo Cocina y Cava– pasó por los restaurantes Claroscuro y Matiz, en Bogotá. En el segundo consiguió hacerse nombre en el mundillo gastronómico colombiano.


Leonor ha hecho historia a contracorriente y desde el principio. Escogió para el primer Leo una primera sede en un pasadizo del centro internacional bogotano en el que a nadie se le habría ocurrido proponer una cocina gourmet –y menos, fine dinning- porque antes de ella, la zona era un pasadizo de indigentes. Después de su llegada, el pasaje se iluminó y atrajo muchos otros negocios de comida y rumba.


En el restaurante, al comienzo, tuvo que batallar contra ideas arraigadas en los comensales como aquella de que la cocina colombiana era solo de típicos y de fondas y que no estaba a altura para engalanar grandes mesas. En cambio, ella quería que su sitio fuera de alta gama y, además, el escenario de una obra, donde los pinceles eran las técnicas de cocina y los colores fueran los ingredientes de la diversidad colombiana.


El público extranjero no dejó de sorprenderse y preguntar. Pero el comensal local del principio fue otra historia. Algunos decían que Leonor era “furiosa”, porque se negaba a aceptar que viniera un cliente a pedirle que le cambiara una guarnición por otra cosa. Era como pedirle a un artista que cambiara sus trazos.


De alguna manera, Leonor Espinosa le enseñó al comensal bogotano a visitar a un restaurante de cocina colombiana para disfrutar de una experiencia única y no para comer más de lo mismo en vajilla costosa. Lo suyo es una experiencia para ponerse en manos del chef y dejarse llevar por su “viaje culinario” y su interpretación de lo nuestro.


Y empezó a traer ingredientes de todas partes del país, algunas de difícil acceso. Leonor siempre ha resaltado de dónde trae cada cosa, cada polvillo que esparce sobre un bocado, cada fruta que transforma en su cocina, cada semilla y cada hoja.


Fue de las primeras en envolver un atún en una costra de hormigas culonas –que parecían pertenecer al ámbito típico y callejero- sin complejo alguno por lo local en un sitio fine dining y también fue la primera, en el país, en proponer que el maridaje de todo lo que se considerara elegante no tenía que ser siempre vino.

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