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Por: Marcos Daniel Pineda García

El 11 de septiembre de 2001, un acto de infamia cambió al mundo para siempre y marcó a las millones de personas que vimos en vivo y en directo, cómo las icónicas Torres Gemelas que se alzaban imponentes en Nueva York, ardían en llamas a consecuencia del impacto de dos aviones.


En ese entonces yo tenía 24 años, recién me había graduado de la universidad y estaba de regreso en Montería. En el momento del atentado, me encontraba en la antigua estación de gasolina de la calle 34 con carrera segunda, y el dueño, mi primo ‘Moise’ García, me llamó desde su oficina en el segundo piso, donde tenía el televisor encendido y me mostró lo que sucedía… parecía algo salido de una película de acción gringa. Fue tal el impacto de ese día, que todos recordamos lo que hacíamos justo en esos momentos en que el mundo se paralizó por este terrible atentado, que cobró la vida de 2.753 personas en Nueva York, Washington y Pensilvania.


Yo estaba a punto de viajar a Madrid, España, pues había obtenido una beca para una maestría. Casi se me frustra el viaje, porque mi papá me decía: “quédate quieto, no te vayas, viene la tercera Guerra Mundial y tú por allá lejos”. Aunque dudé en hacer el viaje, un mes después decidí seguir mi camino, y me di cuenta de que los temores de mi padre eran los mismos que se habían extendido al mundo entero. Recuerdo que en esa ocasión, por primera vez supe lo que era ser sometido a un escáner humano en un aeropuerto.


Tras 20 años de los atentados, asumimos como normal ese momento incómodo previo a la sala de abordaje, cuando debemos despojarnos de monedas, llaves, reloj, celular, computador, chaqueta, morral y hasta el cinturón. Cortaúñas, tijeras, herramientas de mano, perfumes, recipientes de vidrio, entre miles de objetos más, quedaron vetados para siempre en el equipaje de mano de los aviones, pues nadie jamás olvidó que 19 terroristas armados solo con cuchillos, habían secuestrado con éxito cuatro vuelos comerciales, en la principal potencia militar y sede de las más eficaces agencias de inteligencia del planeta.


El mundo occidental, en cabeza de Estados Unidos, le declaró la guerra al terrorismo, teniendo como primer objetivo dar caza a Osama Bin Laden, líder talibán del grupo terrorista Al Qaeda, que se atribuyó los ataques y que se encontraba radicado en Afganistán, prácticamente bajo el amparo del gobierno de dicho país. Una década entera y dos mandatos presidenciales, le tomaría a Estados Unidos dar de baja a Bin Laden, en lo que sería el conflicto más largo en la historia del país norteamericano. La invasión a Afganistán se extendería por una década más, hasta el reciente retorno de sus tropas y todo el personal civil asentado en el país islámico.


Miles de vidas perdidas y miles de millones de dólares invertidos tras 20 años de lucha para acabar con el terrorismo e instaurar la democracia en Afganistán, resultaron infructuosos. Hoy somos testigos de la retoma del poder por parte de los talibanes, de la amenaza a los derechos humanos, principalmente a las mujeres en ese país y la perduración de un terrorismo extremista islámico, más complejo de entender y quizá más difícil de enfrentar.


Josep Borrell, alto representante de la Unión Europea, dijo recientemente: “los talibanes han ganado la guerra en Afganistán”. ¿Será que tiene razón?

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